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Sala penitencial

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Si desea confesarse, puede hacerlo los martes de 6:00 a. m. - 12:30 m. y de 2:30 p. m. - 8:00 p. m. o los domingos durante las Misas. «¡Cada vez que nos confesamos,…

CONFESIÓN Y PERDÓN DE LOS PECADOS (Tomado de  “Custodisci il cuore”)

Por qué confesarse

¡Porque somos pecadores! Es decir, pensamos y actuamos de modo contrario al Evangelio. Quien dice estar sin pecado es un mentiroso o un ciego. En el sacramento Dios Padre perdona a quienes, habiendo negado su condición de hijos, se confiesan de sus pecados y reconocen la misericordia de Dios. Puesto que el pecado de uno solo daña al cuerpo de Cristo que es la Iglesia, el sacramento tiene también como efecto la reconciliación con los hermanos.

Cómo confesarse

No es siempre fácil confesarse: no se sabe qué decir, se cree que no es necesario dirigirse al sacerdote…Tampoco es fácil confesarse bien: hoy como ayer, la dificultad más grande es la exigencia de orientar de nuevo nuestros pensamientos, palabras y acciones que, por nuestra culpa, nos distancian del evangelio. Es necesario «un camino de auténtica conversión, que lleva consigo un aspecto “negativo” de liberación del pecado, y otro aspecto “positivo” de elección del bien enseñado por el Evangelio de Jesús. Este es el contexto para la celebración digna del sacramento de la Penitencia. El camino a recorrer, comienza por la escucha de la voz de Dios y prosigue con el examen de conciencia, el arrepentimiento y el propósito de la enmienda, la invocación de la misericordia divina que se nos concede gratuitamente mediante la absolución, la confesión de los pecados al sacerdote, la satisfacción o cumplimiento de la penitencia impuesta, y finalmente, con la alabanza a Dios por medio de una vida renovada.

Qué confesar

«El que quiere obtener la reconciliación con Dios y con la Iglesia debe confesar al sacerdote todos los pecados graves que no ha confesado aún y de los que se acuerde, tras examinar cuidadosamente su conciencia. La confesión de las faltas veniales, está recomendada vivamente por la Iglesia». (Catecismo de la Iglesia Católica, 1493)

Examen de conciencia

Consiste en interrogarse sobre el mal cometido y el bien emitido: en relación con Dios, el prójimo y nosotros mismos.

Hacia Dios

¿Me dirijo a Dios solo en la necesidad? ¿Asisto a misa los domingos y las fiestas de precepto? ¿Comienzo y cierro el día con oración? ¿He nombrado a Dios, a la Virgen y a los Santos en vano? ¿Me ha dado vergüenza demostrar que soy cristiano? ¿Qué hago para crecer espiritualmente? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Me rebelo contra los designios de Dios? ¿Espero que Dios haga mi voluntad?

Con respecto al prójimo

¿Sé perdonar, compadecer, ayudar al prójimo? ¿He calumniado, robado, despreciado a los pequeños y a los indefensos? ¿Soy envidioso, colérico, parcial? ¿Me preocupo por los pobres y los enfermos? ¿Me avergüenzo de la carne de mi hermano, mi hermana? ¿Soy honesto y justo con todos o alimento la "cultura del descarte"? ¿He instigado a otros a hacer el mal? ¿Observo la moral conyugal y familiar que enseña el Evangelio? ¿Cómo vivo las responsabilidades educativas hacia los hijos? ¿Honro y respeto a mis padres? ¿He rechazado la vida recién concebida? ¿He apagado el regalo de la vida? ¿He ayudado a apagar el don de la vida? ¿Respeto el medio ambiente?

Hacia uno mismo

¿Soy un poco mundano y un poco creyente??

¿Me excedo en comer, beber, fumar, divertirme?

¿Me preocupo demasiado por la salud física, por mis posesiones?

¿Cómo uso mi tiempo? ¿Soy perezoso? ¿Quiero ser servido? ¿Amo y cultivo la pureza de corazón, de pensamientos y de acciones? ¿Medito en la venganza, guardo rencores? ¿Soy manso, humilde, constructor de paz?

Acto de contrición

Jesús, mi Señor y Redentor, yo me arrepiento de todos los pecados que he cometido hasta hoy, y me pesa de todo corazón porque con ellos he ofendido a un Dios tan bueno. Propongo firmemente no volver a pecar y confío en que por tu infinita misericordia me has de conceder el perdón de mis pecados, y me has de llevar a la vida eterna.

Reconciliación

Papa Francisco, Audiencia general (19 de febrero de 2014)

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

A través de los sacramentos de iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la vida nueva en Cristo. Ahora, todos lo sabemos, llevamos esta vida «en vasijas de barro» (2 Cor 4, 7), estamos aún sometidos a la tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso perder la nueva vida. Por ello el Señor Jesús quiso que la Iglesia continúe su obra de salvación también hacia los propios miembros, en especial con el sacramento de la Reconciliación y la Unción de los enfermos, que se pueden unir con el nombre de «sacramentos de curación». El sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación. Cuando yo voy a confesarme es para sanarme, curar mi alma, sanar el corazón y algo que hice y no funciona bien. La imagen bíblica que mejor los expresa, en su vínculo profundo, es el episodio del perdón y de la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y los cuerpos (cf. Mc 2, 1-12; Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26).

El sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación brota directamente del misterio pascual. En efecto, la misma tarde de la Pascua el Señor se aparece a los discípulos, encerrados en el cenáculo, y, tras dirigirles el saludo «Paz a vosotros», sopló sobre ellos y dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 21-23). Este pasaje nos descubre la dinámica más profunda contenida en este sacramento. Ante todo, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podamos darnos nosotros mismos. Yo no puedo decir: me perdono los pecados. El perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, es un don del Espíritu Santo, que nos llena de la purificación de misericordia y de gracia que brota incesantemente del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que sólo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en la paz. Y esto lo hemos sentido todos en el corazón cuando vamos a confesarnos, con un peso en el alma, un poco de tristeza; y cuando recibimos el perdón de Jesús estamos en paz, con esa paz del alma tan bella que sólo Jesús puede dar, sólo Él.

A lo largo del tiempo, la celebración de este sacramento pasó de una forma pública —porque al inicio se hacía públicamente— a la forma personal, a la forma reservada de la Confesión. Sin embargo, esto no debe hacer perder la fuente eclesial, que constituye el contexto vital. En efecto, es la comunidad cristiana el lugar donde se hace presente el Espíritu, quien renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una cosa sola, en Cristo Jesús. He aquí, entonces, por qué no basta pedir perdón al Señor en la propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar humilde y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En la celebración de este sacramento, el sacerdote no representa sólo a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con Él, que le alienta y le acompaña en el camino de conversión y de maduración humana y cristiana. Uno puede decir: yo me confieso sólo con Dios. Sí, tú puedes decir a Dios «perdóname», y decir tus pecados, pero nuestros pecados son también contra los hermanos, contra la Iglesia. Por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia, a los hermanos, en la persona del sacerdote. «Pero padre, yo me avergüenzo...». Incluso la vergüenza es buena, es salud tener un poco de vergüenza, porque avergonzarse es saludable. Cuando una persona no tiene vergüenza, en mi país decimos que es un «sinvergüenza». Pero incluso la vergüenza hace bien, porque nos hace humildes, y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión, y en nombre de Dios perdona. También desde el punto de vista humano, para desahogarse, es bueno hablar con el hermano y decir al sacerdote estas cosas, que tanto pesan a mi corazón. Y uno siente que se desahoga ante Dios, con la Iglesia, con el hermano. No tener miedo de la Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse, siente todas estas cosas, incluso la vergüenza, pero después, cuando termina la Confesión sale libre, grande, hermoso, perdonado, blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la Confesión! Quisiera preguntaros —pero no lo digáis en voz alta, que cada uno responda en su corazón—: ¿cuándo fue la última vez que te confesaste? Cada uno piense en ello... ¿Son dos días, dos semanas, dos años, veinte años, cuarenta años? Cada uno haga cuentas, pero cada uno se pregunte: ¿cuándo fue la última vez que me confesé? Y si pasó mucho tiempo, no perder un día más, ve, que el sacerdote será bueno. Jesús está allí, y Jesús es más bueno que los sacerdotes, Jesús te recibe, te recibe con mucho amor. Sé valiente y ve a la Confesión.

Queridos amigos, celebrar el sacramento de la Reconciliación significa ser envueltos en un abrazo caluroso: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordemos la hermosa, hermosa parábola del hijo que se marchó de su casa con el dinero de la herencia; gastó todo el dinero, y luego, cuando ya no tenía nada, decidió volver a casa, no como hijo, sino como siervo. Tenía tanta culpa y tanta vergüenza en su corazón. La sorpresa fue que cuando comenzó a hablar, a pedir perdón, el padre no le dejó hablar, le abrazó, le besó e hizo fiesta. Pero yo os digo: cada vez que nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta. Sigamos adelante por este camino. Que Dios os bendiga.